Manuel Segovia, de 77 años, e Isidro Velázquez, de 70 años, viven en el poblado de Ayapa, en las tierras tropicales del sureste mexicano. Rodeados de aves, ríos, pantanos y pozos petroleros, sus hogares están separados por muy pocos metros de distancia, en puntos opuestos de la plaza principal del pueblo. Son los últimos habitantes en conservar su lengua materna, el ayapaneco, y se niegan a hablarse por una rencilla entre ellos.
El ayapaneco es una lengua a punto de desaparecer. A pesar de ser vecinos, entre Manuel e Isidro existe un distanciamiento y no se hablan entre sí. Nadie sabe muy bien el porque de la rencilla, pero el silencio entre los dos hombres amenaza la supervivencia de una lengua.
Don Manuel se ha dedicado toda su vida al trabajo en el campo. Vive con su esposa Concepción, en cama desde que sufrió un accidente casero, y con sus dos hijos. Uno de ellos, también llamado Manuel, confinado a una silla de ruedas, restaura en casa imágenes religiosas, mientras que en sus ratos libres intenta aprender el ayapaneco. El joven Manuel entiende y pronuncia algunas palabras, pero no cuenta con el tiempo suficiente para lograr dominar el idioma.
Desde que Don Manuel era joven, la gente de Ayapa se empezó a avergonzar de su lengua materna y poco a poco dejaron de hablarlo. Aquellos que todavía lo hablaban se fueron muriendo, incluyendo al hermano de don Manuel, con quien hablaba ayapaneco como si fuera un lenguaje en clave.
Don Manuel está consciente de que el ayapaneco está por desaparecer. Ha hecho intentos por salvarlo, pero se ha encontrado con diversos obstáculos. Por ejemplo, Manuel se ha encontrado con que los padres de los niños a los que les ha querido enseñar no les interese que sus hijos aprendan el idioma de su pueblo.
Don Isidro, conocido entre sus amigos como “Chilo”, se dedica a su milpa. Vive junto con su esposa, hijos y nietos. Ellos aseguran que varios “gringos” y otras personas ha buscado a Isidro para que les enseñe el ayapaneco. Prometen dinero a cambio pero jamás le cumplen, por lo que Isidro mira con sospecha a todos los que quieren saber más de su lengua materna.
A don Isidro poco le importa ser uno de los últimos hablantes de su lengua. Cree que es imposible salvarla, ya que a la gente no le interesa aprenderla. La gente se está urbanizando, alejándose del campo y de sus costumbres.
La supervivencia del ayapaneco y el legado cultural del pueblo de Ayapa depende en que dos hombres logren superar una rencilla de años y decidan volverse a hablar.